El metro es el lugar de la nostalgia. Donde puedo entrenar la tristeza que se me ha convertido en un oficio.
Allí puedo ver todo pasar: el barrio triste, el humo de los carros, la gente de afán, el cielo lleno de todo, menos de almas. Es el lugar donde he estado con los vivos y los muertos. Donde escribo las historias tristes basadas en las fotos de mi carrete.
Todo eso, porque encuentro aburrido habitarlo. Me pongo los audífonos para escuchar algo que me saque de la realidad, pero todo en este tren es tan real que me asusta la cancelación de ruido. Me asusta que mi cuerpo haga sonidos extraños que yo no pueda notar y que sean escuchados por otros. Me inunda el desespero, por eso es el lugar para leer, escuchar música y escribir. Cada día hago una lista en mi libreta sobre las cosas que puedo hacer para sobrevivir al trayecto mientras llego a mi lugar de destino.
Este lugar tiene aura de intemporalidad, lo que lejos de ser algo bueno, es una tortura.
Me observo en el reflejo de la ventana, y tengo cara de circunstancia, siempre. Me subo y ya me estoy imaginando la llegada, aunque viva tan presente el trayecto.
Es un lugar donde hay una tendencia a la desdicha. Varias veces el metro frena abruptamente, porque alguien decide no vivir más ocupando las vías del tren, recordándonos que la muerte no es de uno, es de todos.
Sobrevivo al hastío del tumulto. En el camino tengo pensamientos cíclicos. Me siento ahogada, aunque pueda respirar. Lo que no me gusta de estos vagones es lo que proponen: una falsa cultura de la limpieza, de la paciencia.
La presión por no ir de afán. La presión por llegar a tiempo.
A veces escucho mis párpados cerrarse y abrirse, luego escucho la música de fondo, luego cae la lluvia e inicia la percusión. Los cantos prolongados de las aves que se cortan por el ruido contaminante del altavoz, indicando que el metro debe parar por accidente en la vía o por manifestaciones ciudadanas.
Vivir sola hace que se creen mañas que no se quieren dejar, por eso la vida en común en este tren se vuelve insoportable. Dos horas de convivir con otros, de dar permiso, de obedecer a una voz sin rostro.
Hubo un año en el que cada vez que subía, lloraba. Limpiaba mis lágrimas con agua, pensando que como el mar en la arena, el agua se llevaría los trazos de mi sensibilidad. Luego, cada día, comprendía que yo no era arena y que el agua no era mar. Pero repetía el ciclo.
Hoy alguien entró insultando a otra persona. Sentí miedo. Una mujer, policía, se acercó al hombre. Noté el temor en su rostro, aunque el uniforme disimulaba el sudor de su frente y el temblor en su voz. En el metro, yo voy desnuda: no tengo un uniforme que oculte la tristeza, como ella oculta el miedo.
He decidido que es el horario para llorar. Una vez, alguien me dijo que cuando las personas lloraban en la calle era porque ya no podían más. Al contrario, en el metro me sostengo, me mantengo en movimiento. La tristeza se queda en cada estación.
Cuando llueve, elijo pensar que el cielo llora por mí y reemplazo mis lágrimas por ver las suyas caer. Así que cuando llueve, agradezco.
Pero, ¿qué pasa cuando cesa la lluvia?
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