Siempre estoy acurrucada porque me duele el estómago, por eso siempre tengo los pies cruzados en posición de yoga. Subir las piernas me da alivio. Me dan dolores de cabeza por épocas y me duelen los pies, todo el tiempo. El estómago protesta cuando como y también cuando no. Sé que eso se debe a que nací por cesárea. Nací en mayo del año 1996. El mismo año en qué la Lengua de señas fue declarada lengua nativa de Colombia, sé que parece un dato aislado, pero no lo es. Dicen que al abrir el vientre no solo separan: también interrumpen. Que los bebés nacidos así no atraviesan el canal vaginal y por eso no reciben ciertas bacterias que deberían habitar en su cuerpo desde el primer instante. Si esas bacterias no están, dejan una especie de vacío. Y un cuerpo con vacío siempre encuentra una forma de quejarse: alergias, inflamaciones, tristezas.

Desde que murió mi mamá nunca estoy en equilibrio. Digo desde eso, porque no recuerdo quién era antes. Vivo oscilando entre extremos, como si no hubiera un punto medio al que mi cuerpo supiera volver. Hace poco leía Anatomía de una melancolía y pensaba en los “humores” que regían la medicina antigua. Salud era, entonces, mantener a raya lo sanguíneo, lo colérico, lo flemático y lo melancólico. Yo, sin duda, pertenezco al último; lo describían como exceso de introspección. Siempre me quedo atrapada en la duda, en los miedos, en esa conciencia incómoda de mis propios límites.

En las noches, cuando empiezo a caer en el sueño profundo, desvarío. Escucho mi voz en mi cabeza lidiando con mis pensamientos y, de un momento a otro, comienzo a oír las voces de otros, a quienes no puedo controlar. 

Lloro, lloro mucho, como mi mamá. Ella lo hacía tanto que envejecía con el llanto en segundos. Yo me miro al espejo, y mi cara se deforma con el exceso de lágrimas; se me empieza a notar la decadencia. Cuando estoy muy triste solo me llora el ojo derecho. Es como si tuviera estancado el izquierdo o como si no sintiera tanto dolor como el otro. Siempre es evidente el desequilibrio.

Me consume un dolor en el pecho constante. Cada día soy un poco más mi madre, me gusta más el dulce, de vez en cuando se me hincha un ojo y siempre tengo sueño. Quiero imprimir todas las fotos que tomo para ponerlas en algún lugar de mi casa así no haya espacio, y seguro como ella, me moriré antes de lograrlo. 

La que soy hoy no era hace un año, por eso no sé si mi nombre es el correcto para quien me habita hoy. Era más María a los 15, más Antonia a los 20 y hoy a los 29, no tengo claro como me nombraría, al fin y al cabo el nombre que me pusieron no fue el que elegí. Tal vez el cuerpo elija, algún día, cómo llamarse.

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