A los tres años, desesperada, le pedí a mi madre que volviera a casa, que dejara de trabajar. Le pregunté si, ya que el teléfono tenía ese huequito por donde se habla, no podía meterse por ahí y abrazarnos. Ella me dijo:
Hija, por la línea solo caben los deseos y los pensamientos.
Ese fue el primer día que tuve que matarla y guardarme todos los besos que tenía en la garganta, hasta que regresara. La percepción del tiempo en la infancia resultaba abrumadora, tuve que imaginar que no existía, estirar el tiempo hasta que ella volviera a casa.
Todos los días pienso en ella, pero mayo es un mes en el que la recuerdo con mucho ahínco. En este mes cumplíamos años.
También está el Día de la Madre, ese bombardeo comercial que no se puede esquivar. Este mes me recuerda que debo despertar y volver a matarla, me confronta con el paso del tiempo, porque mientras más días pasan, más lejos queda su muerte. Su olor, de forma cruel e inevitable, se está borrando de mi memoria.
Desde que recuerdo, he tenido que imaginar las muchas posibles muertes de mi madre. Varias veces la recreé cayéndose por las escaleras borracha, por eso decidí cuidarla cada vez que tomaba ron. Otras la imaginé asfixiada por su urticaria, que le quitaba el aliento cada tanto. Una vez, llorando, me dijo que había salido de casa con la intención de lanzarse al río y no volver. Visualicé su pequeño cuerpo moreno flotando en el río sucio de Medellín, su piel fundiéndose con el agua hasta volverse una sola cosa. Por más que lo intentara, no siempre podía salvarla.
La muerte de mi madre, la que me la arrebató físicamente, cambió mi relación con la vida. Ahora los muertos me parecen más vivos que los vivos.
Hay algo en esa presencia ausente que también reconozco en algunas personas vivas, aquellas que existen sólo en los papeles que apilan atrás, en las registradurías. Nadie sabe qué hacer con ellos, si destruirlos o conservarlos por si acaso.
¿Dónde pone una a los muertos? Son una carga pesada que no se puede mover. Me refiero a esos muertos que aún respiran, pero que yacen, inmóviles, en estanterías ciclópeas.
Es curioso que la muerte no viva donde sucedió, vive en los funerales, en las iglesias, en las tumbas, en las estanterías. La verdad es que para mí el duelo amoroso siempre ha sido más doloroso que el duelo por mi madre. Yo digo que se murió de la tristeza, y ya no iba a resistir más. Ahora, a diferencia de muchos, me cuesta imaginarme quién sería hoy viva. La veo, pero suspendida.
Cuando me gradué de la Universidad, mi mejor amigo, llevó una foto de ella y decidió que en el momento de las fotos, yo debía tomarme una con ella al lado de la fuente de la Universidad. No pudo ser más perfecto. Esa sería ella si pudiera pensarla hoy, estaría suspendida en el tiempo.
Hoy observaba la insistencia de una paloma por llevar pedazos de ramas a su nido, el hogar que estaba construyendo. Cada vez que llevaba un pedazo se caía, porque el espacio entre el techo y la casa que eligió para ello, era endeble, húmedo, inestable. Su insistencia me recordó su muerte. Dejó un nido, el nido de donde vengo, al que vuelvo, el cual abandono cada tanto, pero que siempre está. Dejó un hogar, una base firme, que se destroza cada diciembre, y se construye otra vez cada enero. Cada inicio de año tengo que matarla otra vez para continuar. En mayo vuelve a nacer.
Dentro de las cosas que me dejó, están unos diarios, de los que nunca habló. Uno de ellos tiene en la primera página este título “Para que pongas los pies en la tierra cuando estés en el cielo”. Nunca me lo entregó, pero gracias a eso ahora sé que sus abrazos son más grandes que el cielo, más arrasadores. Sé que su presencia es más continua, más cercana, menos triste. Era más triste ella que su muerte. Era más gris que las nubes. No todas las madres se mueren en el momento preciso, en el instante correcto para salvar la vida.
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